La voz aguerrida

«Victoria», cuarto largometraje y primer documental de Juan Villegas, fue estrenado en el marco de la competencia oficial argentina del último BAFICI. El relato se centra en la vida cotidiana de Victoria Morán, talentosa y casi desconocida cantante de tangos, y a su vez funciona a modo de reflexión sobre la vida nada fácil de aquellos que viven de su arte.

Victoria espera la llegada del tren en una estación abarrotada de gente. Su rostro, sereno y paciente, también espera. El viaje parece largo, pero al fin llega a destino. Ya instalada en su espacio de trabajo, Victoria se detiene ante la melodía que comienza a sonar. Sus ojos se entrecierran al tiempo que sus labios replican enmudecidos las palabras tristes y esperanzadoras de una voz que inunda el ambiente desde unos parlantes. Victoria canta enmudecidamente, no solo con su voz, sino con sus gestos, sus manos, sus brazos, sus piernas, su cuello y espalda. Su cuerpo entero se hace eco de esa voz grabada, la reconoce de inmediato porque le pertenece y la expresa como si estuviese saliendo de adentro suyo en ese instante. Victoria sabe (y siente) que cantar significa mucho más que simplemente hacer sonar la voz.

Tan sencillo como su título, el documental Victoria intenta reflejar, con la mayor nitidez posible, el día a día de Victoria Morán, una inmensa cantante de tangos (y otros géneros) con más de 15 años de trayectoria, aunque con un escaso reconocimiento en el circuito. La cámara de Juan Villegas registra momentos del ámbito profesional y personal con absoluta naturalidad, como si estos dos mundos en apariencia distanciados estuviesen en realidad íntimamente enlazados por el espíritu romántico de su protagonista. Situaciones tan cotidianas y personales como un festejo de cumpleaños, la visita a un familiar en un geriátrico, la preparación de un almuerzo y las charlas de sobremesa son atravesadas, de manera casi imperceptible pero a su vez determinante, por la música y la voz de la protagonista. En su hogar de puertas abiertas, anclado en algún barrio del conurbano, la vida de Victoria y su familia transcurre igual de rutinaria que la de cualquier persona. Sin embargo, es en lo particular donde se dejan ver esos destellos de luz que reflejan el verdadero pulso, su pasión irrefrenable por el canto. Su existencia embriagada de sentimientos expresados en canciones se deja entrever tímidamente detrás de su cotidianeidad. La pasión, que habitualmente se lleva puesto todo lo que tiene delante, Villegas elige apenas esbozarla, como un pequeño trazo en la gran pintura. Esta decisión, no solo estética sino política, es una reflexión sobre la vida real, y no la imaginaria (que cualquier desprevenido puede comprar) de una artista que debe trabajar tanto y aun más que otros que no han logrado descubrir su vocación, una artista que en el camino de la autogestión debe desarrollar una disciplina inquebrantable para que la pasión y la profesión resulten ser una misma cosa.

El director de Ocio, Los suicidas y Sábado logra, en esta ocasión, construir un retrato frágil y puro a partir de la no intromisión de la cámara, de dejar fluir los acontecimientos y de no centralizar pero tampoco olvidarse de su protagonista. A través de una observación pasiva e insistente el relato va cobrando la intensidad justa, la que corresponde a las motivaciones de Victoria y no a las de Villegas. Desprovista de todo artilugio, la película solo pretende mostrar aquello que sucede de la forma más transparente posible, aunque sabemos que la transparencia absoluta no existe. En cierta medida funciona también como un espejo que refleja la vida de aquellos que pretenden forjar su profesión a partir del quehacer artístico. En este sentido, Villegas afirma: «El film plantea un punto de vista sobre las relaciones entre el arte y el dinero, entre lo familiar y lo profesional, entre lo privado y lo público. Y, si por una parte yo me siento muy identificado con Victoria en cuanto a su gusto musical, es en estas cuestiones en las que la identificación es aún más fuerte. Al poder meterme a observar su vida, al observar con la cámara cómo estos conflictos se manifiestan en cada uno de sus actos, descubrí que la película también es un autorretrato. A través del retrato de Victoria, yo estoy reflexionando sobre mi lugar como cineasta y como persona». Victoria es única y personal, y a su vez representa un modo de vida de muchos otros, atravesado por un deseo arrollador y por la tenacidad que implica concretar ese deseo. El documental logra captar acertadamente esos momentos en que Victoria negocia las fechas de un futuro show, protesta contra las dificultades que implica la difusión de sus discos y ensaya una y otra vez en el estudio de grabación. Esa suma de hechos terminan de construir una personalidad aguerrida, convencida de sí misma y de su potencial, pero además, y casi tan importante como lo anterior, la definen como una trabajadora incansable.

Hacia el final de la película Villegas se toma el atrevimiento de mostrarnos a Victoria hablando de ella misma, contando su historia a un periodista. Esa Victoria, la que habla por primera vez para los otros acerca de su profesión de cantante, no es más que la misma que vimos anteriormente cocinando, tomando el tren, o pasando a buscar a sus hijas por la escuela. Acto seguido volvemos a escuchar su voz interpretando el leit motiv «Adios felicidad» de Ela O’Farrill, mientras las imágenes se pierden en los rincones de un barrio apaciguado para terminar en su rostro, que le da la espalda a la cámara. No es necesario verla de frente porque Victoria es más que un rostro, más que un cuerpo. Es el reflejo de una autenticidad y transparencia que solo logran los grandes artistas.

Es texto fue publicado en INFORME ESCALENO

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