Una imagen simple, reconocida, repetida, puede ser fuente de infinitas construcciones de sentido. Allí donde la banalidad parece limitar la imaginación es donde, por el contrario, si se traspasa el umbral de lo que se ve a simple vista, se despliegan nuevas y complejas lecturas.
Un viaje en tren por el conurbano bonaerense así como el pasaje por un largo pasillo lleno de objetos inservibles constituyen en principio sólo eso, lo que simplemente se ve. Ahora bien, si estos objetos son construidos o registrados por un artista, algo más quieren decir. En este signo de interrogación que se desprende de la obra y donde el observador se queda, demasiadas veces quizás, flotando como dentro de una burbuja, como si la obra y él mismo fuesen dos dimensiones paralelas e impenetrables, es desde donde se debe partir, con el objetivo de encarar el recorrido hacia alguna respuesta posible. Algunas veces, mas allá de los sentidos y de la propia experiencia, la teoría se abre paso en el campo de juego, como un elemento fundamental si se quiere profundizar no sólo sobre una obra, sino sobre un conjunto de obras de diversos artistas, en un lugar y tiempo determinado.
Nicolas Bourriaud desarrolla en su ensayo Radicante nuevas nociones que intentan dar un marco teórico a los artistas del siglo XXI. La globalización, como telón de fondo, se despliega en todas las direcciones del mapa y hace confrontar continuamente como energías opuestas la universalidad y la singularidad de las identidades. Es en este contexto donde se reúnen tanto artistas europeos y estadounidenses como artistas sudamericanos y africanos. Sin embargo, estos últimos no se muestran al mundo desde la expresión estética de sus propias culturas. De ser así solo ocuparían un lugar en el centro pero sólo como “lo otro” reconocido. Las nuevas formas artísticas, lejos de cargar con las pesadas raíces de su propia cultura, parten hacia la búsqueda de lo indefinido, aquello que está afuera y es aprehensible tanto para un artista de Londres como para uno de Buenos Aires.
Antes que nada es preciso establecer una definición del concepto radicante en términos del propio Bourriaud: “Por su significado a la vez dinámico y dialógico, el adjetivo radicante califica a ese sujeto contemporáneo atormentado entre la necesidad de un vínculo con su entorno y las fuerzas del desarraigo, entre la globalización y la singularidad, entre la identidad y el aprendizaje del Otro”. Los rasgos que identifican al sujeto contemporáneo son aplicables al artista radicante, ya que este concepto general del término se puede particularizar en casos concretos de la práctica artística. En su ensayo, Bourriaud no menciona a ningún artista argentino que pueda considerarse atravesado por estas nuevas concepciones de la contemporaneidad. Sin embargo, al profundizar en el panorama de las producciones actuales a nivel nacional no es difícil encontrar ejemplos concretos de esta nueva definición de artista.
La precarización del arte
El artista de hoy profundiza de manera más radical que nunca su relación con la materia. Aunque la utilización de objetos precarios data de las vanguardias y se afianza en los ´60, en esa época había una consigna política más definida y una intención más transparente de unir el arte con la vida. Actualmente, la decisión de utilizar materiales precarios, ya sea porque son materiales que se consumen o se disuelven rápidamente, objetos de uso cotidiano, basura, todo objeto que no puede ser considerado bajo ningún aspecto como un objeto noble, pasa por otro lado. El artista produce su obra a medida que transita y es en ese andar callejero donde encuentra estos materiales, las sobras del propio sistema que se van acumulando en cada rincón. El material del artista es el descarte del capitalismo, que constantemente va renovando sus mercancías.
Uno de los exponentes argentinos que más representa la precariedad es Diego Bianchi. Este artista comenzó su carrera en Buenos Aires a comienzos del 2000 y obtuvo, entre otros reconocimientos, la beca Kuitca y un lugar como finalista del premio Arte-Ba Petrobrás. El sello distintivo de su obra es la instalación y escultura con objetos desechados por el consumo vertiginoso. Su última instalación, “Feel Free Feel Fear” (Sentite libre, sentí miedo) consiste en un largo y angosto pasillo en cuyo interior diversos objetos dificultan el pasaje. Bolsas de plástico, cables, paneles de madera, colchones, agujeros en las paredes, focos de lámparas que cuelgan, una mesa, un plato, un vaso, una planta, una pala, una pileta de baño en desuso… la precariedad de un espacio construido con elementos que por un lado remiten a la seguridad de lo familiar y conocido, y por el otro generan inseguridad por lo endeble y frágil. Este pasillo va mutando a medida que se lo transita. Por momentos se puede identificar como un hogar venido abajo, abandonado a pesar de que los objetos manifiesten el fantasma de la presencia humana. En otros tramos del recorrido parecería ser un angosto callejón de un suburbio en la oscuridad de la noche, iluminado por algún farol titilante a lo lejos. En esa dualidad de lo reconocible y lo inseguro, en esa sobrecarga de objetos precarios que obligan al transeúnte a ser conciente de cada paso, es donde se pone en juego el artista y su obra. La realidad social está presente en esos desechos, desechos de hombres y mujeres en el caos de la ciudad superpoblada. La precariedad se transpola inevitablemente al hogar y transforma el ultimo rincón de la tierra en un lugar peligroso y desechable como todos los demás. Poco importan los nombres, las nacionalidades, las identidades y los anclajes espacio-temporales. Las fronteras se han borrado, las costumbres y los modos de vida se han universalizado, expresándose en un sentimiento de temor y a la vez de nostalgia, y también, demasiadas veces, en falta de sensibilidad ante un mundo cada vez más degradado.
Vagar por la ciudad
La errancia y lo urbano son dos aspectos de la contemporaneidad que, desde comienzos del nuevo siglo, han sido abordados por los artistas para crear sus proyectos. El arte ya no se queda quieto en ningún lugar bajo un único dispositivo, sino que emprende en cada recorrido una exploración interna, un desafío de sus propias posibilidades y limitaciones como lenguaje en sí. Ese viaje de auto descubrimiento es también un viaje hacia lo exterior, hacia una nueva visión del mundo. El artista se propone mirar no solo a través de sí mismo, sino con infinitos ojos ese lugar tan común como lo es la ciudad que habita. Para mirar de esa forma compleja es imprescindible poder trasladarse, no quedarse quieto nunca. De este modo el arte sufre una desmembración de su pretendida unicidad casi aurática para multiplicarse en diferentes espacios y crear de diferentes modos, a veces utilizando los elementos más habituales de la cultura.
Esta nueva concepción de artista vagabundo está presente en Dictados de Leticia El Halli Obeid, quien ha sido seleccionada para el Premio Arte Ba-Petrobrás en 2006 y ha participado de la Bienal de Venecia de 2011. Su cuerpo de obra está compuesto principalmente de instalaciones y videos que hablan de cierta identidad cultural argentina y latinoamericana y su transformación en la historia. Esta obra en particular consiste en el registro en video de un viaje en tren desde la estación de Retiro hasta Zárate. Durante el desplazamiento, cuya intención nunca es develada y no importa, el cual parece azaroso, como si lo mismo hubiese dado tomar otro tren hacia otra dirección, unas manos transcriben manualmente la “Carta de Jamaica” de Simón Bolívar, en la que el revolucionario explaya sus ideas de liberación latinoamericana frente al colonialismo. El paisaje comienza en los altos edificios de Retiro y poco a poco se sumerge en la chatura, en el descampado, en los asentamientos improvisados, hasta que se llega a ver la línea del horizonte en la llanura. Así como cambia la visión desde la ventana del tren, también cambian las personas, sus gestos, sus ropas, los objetos que llevan, el cansancio en sus ojos. La lectura de la carta y su desglose en la escritura manual, combinados con las imágenes heterogéneas de la ciudad y del conurbano, construyen la contraposición de un tiempo pasado y ralentado, de siglos de lucha, y de un espacio desigual, fugaz, camaleónico, ajeno por momentos y propio en otros.En su recorrido Obeid descubre lo exótico en los paisajes urbanos más cotidianos. De esta manera logra invertir la fórmula propuesta por el multiculturalismo de las migraciones: en las décadas posmodernas, este concepto no fue más que un espejismo ante el intento de borrar las fronteras entre la periferia y el centro, un intento de volver propio lo ajeno. En este caso, el viaje se propone volver ajeno lo propio, distanciarse para poder interrogar desde un lugar más complejo el presente tangible de lo cotidiano y enfrentarlo al pasado utópico a través de la carta de un revolucionario que imaginaba otro mundo. El gesto artístico se impone entre los paisajes más abandonados y pobres, entre las caras de cansancio y resignación de sus pasajeros. Dictados transforma un viaje cotidiano en tren en un espacio para pensar la historia latinoamericana desde la colonización y su manifestación artística.
El arte contemporáneo vive en una constante exploración de su propia existencia y su relación con el mundo. Esta conexión casi ontológica entre el artista y aquello que lo rodea constituye a su vez el sentido del viaje al que invita la obra: su punto de partida, su materia, su recorrido y su destino. El artista proyecta en el camino a seguir una línea de puntos suspensivos, como un portal abierto hacia una nueva dimensión del recorrido. En un intento casi utópico de recuperar la esencia aurática del arte en lo mundano, lo repetido y el caos, los artistas se apropian de los espacios públicos y privados, borran fronteras, construyen diversos caminos, adicionan sentido, se pierden entre la sobreproducción de objetos o en la multitud de una estación de tren. La precariedad, la errancia y lo urbano son tres ejes que el artista atraviesa continuamente, en su recorrido sin rumbo fijo, en su rol de nuevo flaneur.
Texto publicado en ARTECRÍTICAS