La experiencia estética

 

Hay veces en las que se sale del cine tal como se entró una hora y media atrás. Casi nada cambia, a excepción de un breve momento de distracción y/o placer que logra sacarnos de nuestro tiempo rutinario y cíclico. Pero hay otras veces, muy pocas (y así debe ser, porque esos momentos se vuelven mágicos por su brevedad y su infrecuencia), en las que el cine logra producir una experiencia tan poderosa que incluso atraviesa los límites de su propio lenguaje.  Este tipo de experiencia, íntima y colectiva a la vez, que se vive dentro de un recinto a oscuras frente a una gran pantalla y entre seres desconocidos, es la que nos propone Lucrecia Martel con su última película. Zama no es sólo una experiencia cinematográfica, es una experiencia estética en sí misma.

La historia se centra en Don Diego de Zama, letrado de la corona española que espera su traslado para reencontrarse con su mujer y sus hijos. Es la historia de ese hombre, pero también es la de una región y de pueblos que habitan esa convivencia frágil. Es un mundo de encierro, de ahogo, de calor y humedad. Es un paisaje de naturaleza viva, amenazante, estallada, virgen, pura potencia. Sus personajes se mueven en ese gran escenario de una manera extraña, como desconfiados, adormilados, casi salvajes en su precaria existencia.  Nada se concreta en este letargo: el deseo (sexual, de liberación, de huir) se posterga inexorablemente en cada escena. Don Diego comienza a sentir como ese frágil asentamiento, punto de encuentro de pueblos originarios, comerciantes, cortesanos y funcionarios del gobierno, se derrite y se le pega en el cuerpo. No hay salida, o quizá sí: una última carta, una expedición, una misión suicida: adentrarse en el terreno  tan añorado y desconocido para capturar a un delincuente que atenta contra el aparente orden del lugar, un ladrón y violador de mujeres de origen brasilero que se esconde más allá del río y de la selva.  Una última oportunidad de redención, o el inexorable camino hacia el abismo.

Es en la segunda parte de la película donde la propuesta planteada en la primera etapa toma vigorosidad y se expande en todas sus posibilidades estéticas. Qué importa el argumento, qué importa Zama. Aquí se impone Martel y su rasgo autoral inconfundible, rasgo que deja la historia en un segundo plano para depositar toda su fuerza creativa en  la construcción de climas, de estados y de sensaciones. Los colores, las texturas, las composiciones del cuadro, la profundidad y el fuera de campo, explotan su potencialidad y exceden al relato. Toda la fuerza arrolladora del lenguaje cinematográfico se condensa hasta el extremo y la palabra cine, pensada en su significado más conservador o tradicional, quede obsoleta. Cada plano se transforma así en una pintura.

Lucrecia Martel anula cualquier posible distancia entre el espectador y la pantalla que pudiese habilitar una mirada analítica, como si la construcción de ese universo selvático y pegajoso fuera a un pantano que lo atrapa y lo despoja de sus herramientas reflexivas frente a un estallido de significantes. Las imágenes y sonidos ya no están al servicio del relato sino de la vivencia pura y despojada. A pesar de que la directora haya afirmado que lo que hace es todo mentira, todo artefacto, en Zama la ficción se invierte en una suerte de hiperrealidad de la que es imposible escapar. Zama es ese espacio que habita entre el sueño y la vigilia, es el trance hipnótico donde los sentidos se potencian, es la experiencia cinematográfica transformada en experiencia estética.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s