Las chicas de An Bang

Armar un itinerario de viaje no es cosa fácil. Por el Sudeste Asiático, menos. Es que son demasiados los países, las carreteras, los mares y las fronteras que atravesar para llegar a cada rincón y el tiempo nunca alcanza. Semanas antes de viajar armé una lista que debía contemplar a los clásicos y nada originales destinos; pero de tanto en tanto tenía que aparecer en el recorrido alguna perlita, esos secretos que se escapan del circuito oficial y más vale ir antes de que la avalancha de turistas se los devoren. Nunca dudamos de visitar Hoi An, la pequeña ciudad de costa vietnamita, ex colonia francesa, que fue el puerto más importante del país por muchos años . En cambio, la ignota Han Bang no formó parte de esa lista, ni siquiera habíamos oído hablar de su existencia hasta el día que la conocimos.  

El recepcionista del hotel -que en verdad era una casona antigua con un jardín repleto de estatuas de dragones budas y flores- nos ofreció unas viejas pero dignas bicicletas y nos reveló su secreto: si atravesabamos la ciudad, a solo 20 minutos pedaleando y esquivando el clásico caos de gente y motos al que ya nos habìamos habituado, se abría un oasis de playas amplias y mar cálido.  Esas palabras sonaron como una tregua después de tantas jornadas de caminatas eternas a 35 grados en medio de multitudes que buscaban, como nosotros, el verdadero encuentro con lo desconocido, la captación de lo sublime, una sensación que casi nunca llega, por inasible o por utópica. Las reminiscencias arquitectónicas de colonia francesa, los canales, los restaurantes en las orillas, los puentes de piedra y madera, las lámparas de papel colgantes iluminando las calles angostas y las famosas casas de sastre de Hoi An fueron quedando atrás a medida que esquivábamos descargas de camiones, motos en contramano, perros y humanos de a pie. El paisaje se iba expandiendo, el cielo se abría, los canales se transformaban en ríos y campos de arrozales con búfalos de agua. 

Lo que más nos impactó de An Bang fue el vacío. Con el calor y la humedad insoportables, con su arena interminable y  el mar más cálido que conocí, con los barcitos y sus platos típicos y sus cervezas heladas, esperaba encontrar la multitud de las ciudades, pero en el agua. Intuyo dos motivos: por un lado, es cierto, no estábamos frente a las playas de película de Tailandia. Y por otro, creo que la razón principal es que allá se esconden del sol, tanto que usan paraguas cuando el cielo encandila.

El primer día nos dedicamos a observar el entorno. Pronto distinguimos dos clases de turistas: los que, como a nosotros, semidesnudos bajo un sol agobiante, sin demasiadas preocupaciones sobre los daños colaterales de los rayos ultravioletas,  rodeados de latas de cervezas vacías, se nos derretía la cara de felicidad. Y después estaban los vietnamitas, o los extranjeros pero de países vecinos, paraguas en mano, o en su defecto con sombreros tipo capelinas, a veces vestidos de pies a cabeza, algunas mujeres con tacos. Como nosotros, también se notaban felices. 

En esta playa vi por primera vez los flotadores gigantes con formas de unicornios y flamencos, y también vi versiones menos glamorosas que en realidad eran enormes llantas de camiones. Vi personas meterse completamente vestidas al mar y no vi ningún topless. Me crucé con dos nenas jugando en la orilla. Me gustó la forma en que estaban sentadas, sus pelos largos y sueltos pegoteados en sus caras, vestidas con unas ropas que parecian pijamas, una de rojo y otra de amarillo, sus cuerpos duplicados a la perfeccion en la arena, envueltas en una bruma espesa, en su mundo. 

Meses después, ya en Buenos Aires, me encontré con esa foto. Para mi sorpresa, el clima cálido e inocente que recordaba de ese momento se había vuelto un poco extraño. No se decir si fue la bruma, o el brillo algo apagado del sol, como si una tela gigante se hubiese interpuesto entre el cielo y la tierra. Quizás fueron los rayos  de los aeropuertos cuando pasas por la aduana, esos que pueden dañar la película que llevas inocentemente en la mochila. O quizás fue que pasó demasiado tiempo esperando en la cámara y se fue apagando. Ahora que las vuelvo a ver imagino su indiferencia a las risas y los gritos de los otros, a las olas,  las nubes y a las montañas bajas que cortaban el horizonte. Ahora las percibo irreales, espectrales. Como algunos recuerdos que pierden poco a poco su vivacidad y se van desvaneciendo.

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